jueves, 23 de octubre de 2014

Pesado


     Antes no sabía relacionarme, no era capaz ni de rozar a la gente, ahora soy un jodido pesado, incluso doy asco. Curioso, mis dos últimas exnovias me han dicho la misma odiosa frase: “me das asco”. Lo que es más curioso aún es que a ambas las traté como reinas; sería eso lo que les molestaba, joder, podían haberme avisado que preferían que las tratara mal y así me hubiera ahorrado tanto tiempo perdido saliendo con ellas. Pensaréis que quiero ir de bueno diciendo que las trataba bien, que es lo típico por supuesto, pero es cierto: las trataba demasiado bien, hasta agobiarlas, como ellas me dijeron.

     Agobiante. Así dijeron que soy. Pero os juro que daría cualquier cosa en la vida por tener alguna novia que me agobiara el doble de lo que yo las agobié a ellas.

     Cambiando un poco de tema (sino la entrada queda muy corta), últimamente la gente me da asco. A ver, la gente me da asco siempre, pero hace unas semanas, quizá unos meses que me dan más asco de lo habitual. No siento nada hacia nadie, no les tengo cariño, aprecio, me dan igual. Incluso por mis amigos, por mis mejores amigos he empezado a sentir una extraña y profunda indiferencia. Ni siquiera siento que los quiera.

      Hace un par de semanas fui a ver a mi mejor amigo a la ciudad en la que está viviendo ahora, a siete horas de la mía en tren. Imaginad lo que de debo quererlo para viajar tantas horas sólo con la intención de estar con él. Y lo que no os podéis imaginar eran las ganas que tenía de ir, muchísimas, llevábamos casi medio año sin vernos. Pues lo vi, pasé cuatro días con él, le dejé un resfriado de recuerdo y me volví a casa vacío, sin nada. Y ahora mismo no siento que lo quiera. No siento nada.

      
      Pocas veces me he sentido tan solo como me siento ahora mismo pero la verdad es que me da igual. Trato de poner en práctica el “desatino controlado” (leed algo de Carlos Castaneda si no sabéis qué es): actúa sin que tus actos importen lo más mínimo. Nada importa, cualquier cosa que hagas o suceda en tu vida tiene el mismo valor: ninguno. De este modo puedes actuar libremente y tomar las decisiones que quieras sin necesidad de involucrarte emocionalmente en ellas.

      Sería como mirar una película en el cine. Cuando estás viendo la peli y ésta te gusta pones toda tu atención en ella, te dejas llevar por la película, incluso puedes llegar a sentirla. Pero si en un momento dado dejas de mirar la pantalla y miras tus palomitas, a la persona que tienes delante o escuchas a tus amigos al lado susurrando es como si de pronto perdiera la magia, te desconectas de ella y recuerdas que estás en una sala con decenas de personas más y que lo que tienes delante sólo son actores fingiendo cosas que no son reales. Me gustaría vivir así a veces: desconectándome de mi vida, mirándola como si sólo fuera una película y nada fuera real. Significaría no implicarme en ello, no sentir tanto. Supongo que lo que quiere decir, en resumen, es que a veces desearía ser tan insensible como una pared pero, ¿para qué engañarme? Soy un pesado que ocultamente sólo busca el cariño y aprobación de los demás.

Es sólo después de perderlo todo cuando somos libres de hacer cualquier cosa” (Tyler Durden).


Ele

Corro


     Gentío aletargado, frívolo, gris y espeso. Masas inertes y miradas vacías, humo, sudor y sangre. Me abro paso entre empujones de rabia. Los seres se apartan ofendidos, me insultan, pero no me cuesta lo más mínimo ignorarlos. Mis ojos son lava viva tratando de huir de sus órbitas, mirándolo todo, ansiosos, sin ver nada. No hay nada a mi alrededor, sólo palabras, gritos, ruido, camisas de cuadros, faldas brillantes, gomina, tacones y animales de peinados extraños. Mientras camino un tumulto de ira se retuerce bajo mi garganta y trata de asfixiarme con violencia, como la mordida de una serpiente alrededor de mi cuello.
  

      Mi frente tropieza con un hombro que flota entre la multitud y maldigo con agresividad al engendro que acaba de cruzarse en mi camino sin darle la satisfacción de mirar siquiera su cara, si es que tiene alguna. Lo esquivo y trato de proseguir mi camino, pero unos dedos se enganchan en mi brazo. Se me eriza el vello de la nuca tras el contacto y siento un latigazo de náuseas en las tripas. Giro la cabeza despacio para comprobar si provienen del mismo individuo con el que tropecé y así es. Sin pensarlo un segundo descargo todo mi odio en su mejilla y sacudo mis nudillos ardorosos tras el impacto. El molesto y cansino ruido que llevo aguantando durante toda la noche de pronto cesa y el chaval de casi dos metros pierde el equilibrio hasta aterrizar de rodillas con una mano cubriendo su mejilla izquierda. Sus miserables colegas tratan de retenerme, pero yo me apresuro a huir del jaleo que acabo de montar con una cínica satisfacción en mis labios. Pero algo me impide retomar mi camino: unas murallas azules aparecen de repente ante mí. Corro.

Llorar

Esto debí publicarlo hace unos cinco meses, soy un poco despistado.


      Últimos días de junio. Se puede decir que ya estamos en verano, no sólo por la fecha, sino también por el puñetero calor que lleva asfixiándome desde las primeras horas del día. A pesar de ello, debo decir que siempre fui un amante del verano, y me lo sigo considerando. Es la única época del año en la que a veces puedo parar y decirme a mí mismo: “Tío, igual estás equivocado y sí que es verdad eso de que la felicidad existe”. Como comprenderéis, no es una idea que me pase demasiado a menudo por la cabeza, pero sí, debo reconocer que para mí no existe nada mejor en el mundo que tumbarte en la arena semidesnudo, con una cerveza fría en la mano (sangría con hielo, vodka ice o cualquier bebida alcohólica helada), un par de amigos y pasar el día entero sin hacer nada, sólo hablando, riendo, jugando, bebiendo… Sí, señores y señoras, eso es el verano, el momento perfecto para desconectar. Desconectar. Porque si dejas un enchufe puesto durante demasiado tiempo el aparato que se carga dejará de cargarse, y empezará a sobrecargarse, hasta estallar. Efectivamente, habéis sido testigos de una hermosa metáfora que compara a la raza humana con un puto electrodoméstico. Buscad si queréis, pero no encontraréis comparación más fiel.

     En fin. Que todo es una mierda contundente, excepto en verano, donde todo será una mierda, pero no contundente. (Matadme ya, por favor).

     Hace calor, quiero tirarme al mar, mandarlo todo a la mierda y fingir por unos días que soy feliz, pero aún no puedo: no he terminado exámenes. Con lo cual me quedan dos semanas más de sufrimiento, pero lo mejor de todo es que después de estos exámenes no seré aún libre, pues también tengo más exámenes en septiembre (no fáciles, por cierto). Bienvenidos a mi mundo enfermo.

      Muchos pensaréis: “menudo pringado subnormal, lo suspende todo y no tiene casi verano porque tiene que recuperar”. En parte tenéis razón, soy un pobre pringado, puede que subnormal también ¿quién sabe?

     Sin embargo, tengo una muy buena razón para excusar mis continuos fracasos académicos, bueno, realmente tengo dos. La primera es que mi carrera es difícil, muy difícil, y la segunda, mi depresión.

     ¿Entendéis lo que es hacer todo lo posible para ponerte a ti mismo en la mesa, delante de los apuntes, poner todo tu esfuerzo en centrarte en lo que tienes delante y, simplemente, no poder? Así de sencillo y así de complicado. Levantarte derrotado, como un alma en pena, y tumbarte de nuevo en la cama, cansado, mareado, fatigado, aburrido, hundido, inservible, apaleado, asqueado, derrumbado y triste. Profundamente triste.

     Y si escribo hoy esto es simplemente porque tengo ganas de llorar. Llevo todo el santo día con ganas de llorar, pero las hijas de puta de las lágrimas hoy no quieren salir. Es muy incómodo, de veras, querer llorar y no poder. Llorar sienta bien, joder, sienta de puta madre. He conocido pocos placeres en la vida mejores que el llorar desconsoladamente a solas en mi cuarto, con música al máximo en mis orejas y sintiendo el mar salado que me baña toda la cara. 

      Entiendo que muchos creáis que llorar no es agradable, pero estáis muy equivocados. Para personas como yo, que se sienten hundidos cada día, esos cinco, diez o quince minutos que su cuerpo les permite desahogarse de tanta mierda es lo mejor que tienen en la vida. Porque la sensación después de llorar es como, “va, ya lloré, ya me dejé claro a mí mismo que mi vida es una mierda, ahora voy a hacer algo”. Sí, señores, después de llorar te sientes bien, incluso mientras lloras. Cuando te reconoces a tí mismo que no puedes más, que no eres tan fuerte, que de verdad estás sufriendo, y es que algo que me jode mucho es sufrir y no ser consciente de ello. Quizá esté ya acostumbrado, no lo sé, pero el hecho de dejarme llevar por las lágrimas me demuestra que sí, que estoy sufriendo, pero que cuando deje de llorar podré cambiar algo. Porque cuando lloras normalmente lo haces pensando que pasará mucho tiempo antes de que tengas que volver a hacerlo. 
Para mí mucho tiempo a veces son tres días.


Ele

domingo, 29 de junio de 2014

Día extraño



     Hoy es un día particularmente extraño. Escribo desde el asiento número veinticinco de un avión de rynair, junto al pasillo. Siempre me toca junto al pasillo desde que se le ocurrió a la compañía la brillante idea de numerar los billetes, y además al fondo, lo que hace que la ya de por sí desagradable actividad de viajar desde mi casa hacia mi ciudad de estudio y viceversa se vuelva aún más desagradable, ya que parece que sólo existe una maldita puerta en todo el avión y únicamente embarcamos y desembarcamos por delante, lo que añade más tiempo inútil perdido en el día (que son de por sí unas siete horas todo el trayecto).

     En fin, después de quejarme un poco de lo complicada que es mi vida (me encanta quejarme, jeje) retomaré lo que empezaba diciendo en la primera frase: hoy es un día particularmente extraño, no porque esté escribiendo en un avión (no es la primera vez que lo hago) ni porque esté retornando a casa en una fecha en la cual no debería (tampoco es la primera vez), sino porque ayer tuve una noche inusual después de tantas semanas de cotidiana y aburrida normalidad.
  
     Era un viernes normal, en el cual, después de pasarme toda la mañana y tarde sin hacer nada de utilidad decidí de pronto que tenía unas ganas irrefrenables de comer pizza. Como uno de esos antojos que tienen las embarazadas de vez en cuando, igual, y me emperré en ello hasta que, después de contactar con varios amigos, conseguí que una accediera a acompañarme a una pizzería. Podía haber ido sólo, por supuesto, pero no me gusta cómo te mira la gente cuando estás en un bar/restaurante/hamburguesería sin más compañía que tu propia hambre. Bueno, pues hasta la pizzería todo normal, pero después de la pizza le ofrecí ir a tomar unas cervezas, y aceptó. Me había soltado alguna indirecta extraña la cual yo, como buen galán, no pude más que corresponder. Diréis: vale, una tía te está intentando ligar, ¿qué tiene eso para que sea un día extraño? Esa chica es amiga mía desde hace cuatro años y tiene novio desde que la conozco, como comprenderéis, se me hizo extraño, pero no dudé en seguirle el rollo, así soy.

-          ¿Le pregunto a mi novia si no le importa que me líe contigo? – Pregunto sonriendo, como medio en broma y tres cuartos en verdad.
-          Vale.

     No dudo en sacar el móvil y preguntarle a mi niña que está tranquilamente jugando con su amiga (sí, es una niña, yo me la imagino jugando con barbies y cosas de esas). Y me dice que sí. “¿seguro?” No estaba segura, pero su última respuesta volvió a ser “sí”. Así que, ¿qué hago? Llevarme a mi amiga a mi piso.

     ¿Valió la pena, campeón? No. Repito la palabra con la que empiezo el relato y se me acaba de ocurrir (ahora mismo) darle título a éste: extraño. Pero, ¿con extraño quieres decir… malo? Digamos que si volviera veinticuatro horas atrás no lo haría. Pero, oye, mi novia me dejó.

     La verdadera razón por la que lo hice fue porque, como ya sabréis si habéis leído algún escrito anterior (mío, obviamente) la relación con mi chica está rara. Bueno, rectifico, ella está rara. Jodidamente rara. Y no soporto esta maldita incertidumbre de “me querrá, no me querrá”. Así que, me lío con otra (pidiéndole permiso primero), veo si se molesta, si le importa, si se enfada, si se cela, etc, y desvelo el misterio.

Y aquí estoy ya, en mi cuarto (del cual recupero posesión después de dejárselo a mi hermano pequeño en mi ausencia) escribiendo esto, y esperando con ansias ver la carita de mi niña que, con suerte, será mañana, domingo. Ella no sabe que estoy aquí, a tan sólo veinte minutos de su casa, así que esta noche planearé cómo darle la sorpresa, pero sin poder aún quitarme de la cabeza lo que hice anoche, no sé si es arrepentimiento (no creo), o simplemente ese sentimiento de extrañeza.


Ele

viernes, 20 de junio de 2014

Dejando Nápoles atrás



Hoy, 20 de junio del 2014, a pocas semanas de terminar este curso y sin saber muy bien por qué, no puedo evitar recordar el pasado año. Los amigos que hice en esa época, las interminables fiestas nocturnas llenas de alcohol y risas y, como no, su cama.


No era el mejor tren en el que me había sentado,
ni cómodo ni rápido, pero era barato.
Me senté junto a la ventana con los cascos y
la música puestos sonando como un eco
lejano en mi cabeza, sin escucharla.

Dejando Nápoles atrás todo lo que seguía hacia
delante me parecía feo, decadente, triste.
Montañas oscuras, árboles estropeados, tierra infértil,
pueblos viejos y gastados… El cielo era denso, pesado y gris
y cuanto más lo miraba más lo sentía en mi estómago, frío,
expandiéndose con rapidez mientras mis tripas tiritaban.

“Te voy a extrañar”. Esas palabras se repetían
en mi mente,incrédula, a la cual le costaba creerlo y al mismo tiempo
lo deseaba más que nada en ese momento.

“Yo sí que te voy a extrañar” pensé justo antes
del abrazo, sin atreverme a decirlo en voz alta.
Y la extrañaría más de lo que me hubiera gustado creer.
Ojalá hubiera podido sentir que ella también a mí.



Ele


Otra estúpida historia de amor


     Un nuevo y aburrido día de agónica existencia escribiendo chorradas sentimentales en mi portátil que, al final, no son más que eso: simples y estúpidas chorradas sentimentales. No se me ocurren mejores palabras para describir mis escritos y apuesto a que a ti, querido lector invisible, tampoco.

     Mis patéticos delirios de hoy tratan sobre otro de los temas inmasticables que me atragantan, como una bola de pelo agria, supurosa, de consistencia demasiado sólida y pétrea. Trataré de esculpirla, a ver si mis bronquios logran volver a ventilar algo de aire.

      Es la chica más guapa que mis ojos han visto nunca (pongo la mano en mi pecho y lo juro: la más guapa). Quizá para usted no, quizá si usted la viera pensaría que sólo es una americana más, un ser nacido de las múltiples, sangrientas y absurdas batallas que libró nuestro hermoso y avaro pueblo en aquel nuevo mundo que “descubrió” hace ya unos cuantos siglos. Quizá algún español prepotente y lleno de ínfula forzó salvajemente a alguna inocente indígena de aquellos horribles tiempos. Quizá la pobre chiquilla violada tuvo que dejar crecer en sus entrañas al producto de aquellos aberrantes seres que mataron a su familia, quemaron sus aldeas y obligaron a sus pobres gentes a creer en el dios todopoderoso y único que ellos les llevaban, como única salvación. Quizá tuvo que amar a ese pequeño y extraño ser mestizo que salió de su vientre, con tez clara, ojillos de almendra y pelo negro. Quizá gracias a aquella chiquilla atormentada que sobrevivió a tantas torturas pude yo conocer en este siglo a esa persona tan bonita, fruto de incontables mezclas genéticas: ojos negros achinados, piel clara, pecas, cabello castaño ondulado y unos hermosos rasgos faciales indígenas que sobrevivieron al paso de los siglos.

     Fue un día cualquiera, de un año cualquiera, caminando por mi facultad, la vi. No pude evitar posar mi mirada sobre ella unos segundos más de lo que las normas sociales considerarían moralmente educado. Y me sonrió. Creo que yo también intenté sonreírle, no estoy seguro. Probablemente sólo pude forzar una mueca extraña. El caso es que unas semanas más tarde tuve la inmensa suerte de yacer en su cama no una, sino varias veces, consciente de que su verdadero amor la esperaba al otro lado del océano y que lo nuestro no era más que una pequeña aventura. Una bonita historia que me haría sentir su John Smith por unos meses. Sólo unos meses.

     Entonces, preguntaréis los inteligentes, si sólo estaría en tu país unos meses y tenía pareja ¿por qué, estúpido iluso descerebrado, te enamoraste de ella? Y yo os responderé con el título de mi blog: bienvenidos a mi mundo enfermo.

     Y a día de hoy, un año más tarde, aún hay noches en las que no puedo evitar recordar sus sábanas, su bonita piel y, por supuesto, sus preciosos ojos negros.

     A continuación les dejo con unas ridículas palabras que intentan asemejarse a algo parecido a un poema. No tiene métrica, rima, sentido, forma ni ninguna de esas cosas que lo calificarían como un poema de verdad. Yo lo definiría más bien como los tristes versos de un enfermo.


Dejaste apagado el mundo

Por el camino seco, sucio y hosco, vil sendero demacrado,
Caminan mis latidos por pura inercia, ya cansados.
Han vuelto a parar al borde de una triste vereda azul,
Tan ciegos de razón y hambrientos de ilusión ven una luz.
Encendiste mi mundo con tan sólo una sonrisa,
Y cruelmente lo apagaste.

Bebí de una fuente extraña, muriendo de sed primero,
Luego morí ahogado.
Quise lanzarte mis suspiros pero ni sus ecos te llegan.
Quise soñarte entre mis brazos pero tu ausencia no me llena.

No lo notaste, lo sé, pero hay algo que te dejaste aquí.
Cargaste en tu maleta un pedazo roto, ¿no te diste cuenta?
Llevas un pedazo de mí.

Ele


jueves, 12 de junio de 2014

Una historia de "amor"

     Esta mañana estuve jugando con un bisturí entre las costillas de mi tórax y, con un poco de cuidado, mucha paciencia, algo de habilidad y aguantando el dolor he logrado abrir un bonito agujero en el centro de mi pecho. Luego he cogido unas pinzas y he sacado un trocito del órgano más aforme y cicatricial que alberga mi cuerpo. Aquí os dejo, para gozo y disfrute y, por qué no, repulsión y náuseas, un trocito de mi corazón. Espero que os guste a ustedes, porque a mí no.

     Ella tenía 15 la noche que la conocí, unas horas más tarde, 16. Era una niña, una niña muy bonita, preciosa. Pero nada más que eso, sólo una niña bonita de tantas. Gracias a mi poder seductor y a mis hábiles dotes sociales (con etanol de por medio, por supuesto), conseguí que esa niña bonita fuera mía, con el obstáculo, siempre presente, de que pronto volaría a una ciudad unos 2000 kms de distancia de ella. Pero no importó, pues ella me quería. Y pronto se convirtió en la mejor pareja que he tenido en mis veintidós años de vida.

     Yo, como no,  era su primer amor, aquel que primero la besaría, aquel que primero le haría sentir cucarachas en el vientre, aquel que la tocaría por primera vez y gozaría de la mágica transformación. Podía esperar meses, años… lo que fuera. Su inocencia era el muro del norte de Invernalia y yo pretendía escalarlo con mis propios dedos. Y lo haría, ¡vaya que sí lo haría! Esos ojos se lo merecían.

     Era la historia de hadas perfecta. ¿Cómo dudar del bello amor adolescente? Aquel que tú también sentiste, que sabes cómo te penetra las entrañas ardiendo como pequeñas alas de fénix que revolotean por todo tu pecho. Aquel que te arropa por las noches con un invisible beso de ternura dulce y te despierta por las mañanas con una bandada de haditas que aletean nerviosamente a tu alrededor. ¿Y qué puede existir en el mundo que te llene más que un primer amor? Sí, eso es, precisamente: un primer amor correspondido. No imagináis la alegría que me suponía poder dárselo.

     Y eso quise pensar que era, señores y señoritas. El príncipe azul que convierte su calabaza en un bello carruaje brillante de hermosos colores rodeado de lentejuelas. Aquel príncipe azul que lucharía contra los innumerables dragones de sus miedos y la liberaría de los más altos castillos. A ver, ¿por qué no iba a hacerlo? Veía sus ojitos buscarme cuando me encontraba cerca de ella. Respondía con urgencia mis mensajes. Estaba siempre dispuesta a hablar conmigo, poco que fuera, y poco era, ciertamente: era ahorradora de palabras mi dama, casi hasta la avaricia. No había nada en nuestra perfecta relación de tres meses que me hiciera dudar de su amor. Ingenuo. Siempre he sido ingenuo.

     El mazazo te lo das cuando te das cuenta de que eres más jodidamente inocente que ella, al menos en términos de amor. Y que todos los sueños que planeabas cumplir algún día a su lado para hacerla la mujer más feliz del mundo (sí, LA PUTA MUJER MÁS JODIDAMENTE FELIZ DEL MUNDO), todos los deseos de protegerla para que no tuviera que sufrir los daños y desamores que sufriste tú en el pasado de pronto caen… cuando te dice, un día cualquiera, a una hora cualquiera, en una conversación cualquiera: a ver, me gustas, pero no sé si tanto como antes.

     ¿Entendéis, amigos? Esta es una de las muchas razones por las que me gusta presumir de ser un enfermo. Un pobre enfermo desgraciado. Lo divertido fue preguntarle unas horas antes de la reveladora frase: ¿me amas? Y que me contestara sin dudar con un bonito “sí”. Sonreír como un gilipollas.

     Y, tras sacarme tanta mierda del pecho, asqueado ya de escribir esto, os dejo con una historiecita que escribí pretendiendo reflejar de la manera más fiel e ilustrativa de la que fui capaz cómo me sentí en ese momento en que salieron a flote sus dudas y con ello, el inevitable derrumbe de mi persona.

http://mimundoenfermo.blogspot.com.es/p/las-enormes-alas-blancas-acariciaban-el.html


Ele